Caos. Puro, imparcial y liberador caos. Y también, desde tempranos inicios del cine mudo, profundamente divertido para el público. Por dar el contraste. Nadie podía prever con precisión lo que se nos venía encima con esta nueva versión de los orígenes del príncipe payaso del crimen. Todd Phillips, un tipo acostumbrado a vorágines universitarias y embrollos resacosos, escondía desde el principio un as en la manga. Había algo dentro de este cineasta, acechando en el fondo de esas comedias brutas pero filtradas, que ha decidido salir aquí y ahora, para darle -aberrante- corporeidad y miserable alma al nacimiento más aterrador desde Rosemary's Baby. Una comprensión tan clara del caos que solo ha podido desembocar en esta película incendiaria, virulenta y oscura. Una tragicomedia brillante, tan grotesca como nuestra corrompida existencia, tan caricaturesca como la insensible y prohibitiva estructura social que nos dirige y tan falaz como la supuesta moralidad que domina las delimitadas convicciones con las que deambulamos hacia nuestro fin. Vamos, acérquense, que un día sin risa es un día perdido.
Aunque no es que vayan a reírse mucho, a priori, con esta disección de una mente perturbada en un mundo enfermo. Es de hecho una película muy triste e incómoda, desagradable y ambigua, que resulta difícil creer que se haya gestado en el Hollywood actual a la sombra de un estudio como Warner Bros. La semilla marchita y oscura plantada por aquel rey de la comedia de Robert De Niro y que casi parece recolectada por el mismísimo Alan Moore en un momento de serenidad y meditación. Todd Phillips y Scott Silver han democratizado su película de toda cuestión superheroica, de toda épica innecesaria y prácticamente de todo elemento comiquero que pudiera despegar a Arthur de su cruel realidad, de demoledora autenticidad. Ni siquiera pensamos en Gotham al ver las calles de esa sucia Nueva York en la que malvive el personaje. Estamos más cerca de las malas calles de Scorsese, los callejones de Paul Schrader y los paseos de aquel Rorschach asqueado que nos ilustró Dave Gibbons. Viajamos, al fin y al cabo, a los años 80; aunque sean ridiculamente semejantes al malestar actual. La lucha de clases es un trampolín para sacar a la palestra a los políticos demagogos y populistas (una suerte de cambio de roles dramáticos), las crisis unilaterales y un desapego emocional que afecta a toda la sociedad por igual. Son las dos caras de una inhumanidad que pide a gritos un símbolo. O símbolos, en plural, que en última instancia serán análogos contradictorios. Dos caras de la misma moneda.
Uno de esos símbolos nace precisamente de Arthur Fleck, de su sueño de ser comediante en un mundo que le produce dolor y tristeza, y de lo que viene después. En este punto es donde Joaquin Phoenix lleva a cabo una de las metamorfosis más terroríficas e impresionantes que he visto. Si ya en The Master demostró ser el mejor actor posible para este tipo de papeles y hace apenas dos años, con You Were Never Really Here, ofrecía una interpretación "física" (más parecida a lo que observamos aquí) que debió darle -de una vez- su muy merecida estatuilla, en esta ocasión vuelve a hacer lo propio de un modo completamente diferente. No se trata de si su risa triste y esquizofrénica es algo definitivamente indescriptible, de si consigue helar la sangre con la mirada, de su capacidad para hacernos empatizar con un psicópata de principio a fin o si emerge como un Joker inigualable en su estilo propio (con herencias sabiamente escogidas); el núcleo de su interpretación proviene de su lenguaje corporal, de como el gusano se transforma en mariposa a través del movimiento. El baile, la revitalización de sus lánguidas articulaciones, la liberación de su autoestima, de su verdadera esencia, tras la comprensión de si mismo y el mundo que le rodea. -Re-Nace aquí un antihéroe popular entre Travis Bickle, Tyler Durden y Fred Astaire, capaz de desestabilizar el statu quo a través de su propia esencia corrupta, de la naturaleza caótica de todo cuanto existe (especialmente el ser humano), solo por diversión. Y la comedia, recordemos, no tiene limites.
En este mundo podrido y políticamente correcto en el que sobrevivimos, donde nos preocupamos más sobre si el arte es moralmente aceptable o peligroso, pese a que no tiene mayor responsabilidad que la de ser libre y creativo, que de otras cuestiones verdaderamente urgentes, este Joker es el mejor regalo que nos podía hacer Warner-DC para que les empecemos a perdonar sus herejías recientes. Un pedazo de caos perfectamente envuelto, tan lúgubre y difícil de disfrutar como encarecidamente personal, donde prima la visión del cineasta por encima de lo previamente escrito y que no necesita aclaraciones ni razonamientos para entregarse a la más justa de las locuras con una sonrisa de oreja a oreja. No hay duda de que el filme generará todo tipos de polémicas, y de que los puristas afilarán sus -inofensivos- cuchillos contra esta visión de los orígenes de un villano que nunca ha querido ser explicado ni comprendido. Pero todos esos pueden restregarse con vehemencia en los grandes éxitos del mejor Joker fiel a la viñetas, nuestro Mark Hamill de siempre.
Toc toc, ¿quién es? La obra maestra de Todd Phillips.
Alejandro Arranz
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