-Bigelow vuelve a ponernos en primera línea de fuego, esta vez para lograr que sintamos la furia y la resignación de una raza entera. A cambio trivializa y suprime elementos vitales para cualquier película, crónica o discurso.
-Will Poulter arquea la ceja y se convierte en uno de los villanos más terroríficos del cine reciente.
Kathryn Bigelow, esa irrepetible cronista de la historia de América que siempre nos zambulle en el conflicto con una intensidad dramática casi insoportable por asfixiante. No importa cual sea tal conflicto: Irak, Afganistán o en este caso los disturbios raciales que sacudieron la ciudad de Detroit en julio de 1967. No por alejarse 50 años de la época actual o cambiar el tema central de la propuesta la directora evade el thriller político en contextos bélicos que ha caracterizado sus anteriores películas. Por ello Mark Boal vuelve a estar al frente del guion, encargado de reconstruir unos terribles hechos mediante declaraciones de testigos y datos históricos. A priori todo comenzó con una redada policial en un bar nocturno sin licencia, pero nosotros sabemos que empezó siglos atrás en la historia americana. Será una narración animada a través de los cuadros de Jacob Lawrence la responsable de hacernos recordar. A partir de ahí, Detroit.
Bigelow da comienzo en la redada policial para abrir ese fresco coral con el que contextualizar aquellos disturbios, una forma de ir incrementando el calor en el ambiente para llevarnos al clímax, una escena en la mitad del metraje de la que hablaremos en líneas posteriores. Es ira, miedo, asco y horror in crescendo para los personajes y el espectador. Prevalece la ira, el sentimiento más importante para la directora, que enciende la mecha y pretende enardecer la indignación del público. La mecha va ardiendo poco a poco, como tensión que se palpa en cada plano de una poderosa puesta que busca la sordidez y el realismo áspero emulando el tono de reportaje gracias al intenso movimiento de cámara, el uso del zoom, el material de archivo, etc. El enérgico montaje no permite al espectador apartar la mirada aunque a veces den ganas de hacerlo. Mientras tanto cada personaje de color se mueve por la narración con las formas de una oveja que se dirige al matadero, sin importar demasiado nada respecto a él más que su color de piel. El matadero en este caso resulta ser el Hotel Algiers, donde tuvo lugar el episodio de violencia policial que viene a contarnos Bigelow.
La directora logra una de las escenas más sofocantes de toda su filmografía, haciendo presente el mismo infierno entre cuatro paredes. No deja de ser impresionante lo perfectamente planificado y realizado que está dicho clímax, una secuencia digna de estudiar en las escuelas en muchos sentidos. No obstante los problemas llegan tanto del guion como de la propia dirección. Por un lado, debido a un trabajo de Mark Boal carente de matices y/o aristas, que amenaza constantemente con trivializar temas demasiado relevantes mientras su maniqueísmo y superficialidad rompen toda promesa de veracidad. Lo peor, esos personajes planos y extremos en sus opuestos, con personalidades casi inexistentes y que sirven para lograr enfurecer al espectador en lugar de ser la representación de personas de carne y hueso. En lugar de eso se produce la unidimensional segregación de víctimas-verdugos, en la que los policías parecen más metáforas diabólicas que individuos. A partir de ahí entra en juego el efectismo de Bigelow, que parece ser aceptado por la pericia de la cineasta. El problema obviamente no se encuentra en el retrato de una violencia racial indefendible, sino en olvidar a esos personajes y el trasfondo histórico-social para que prevalezca la forma, una cámara que busca insaciablemente el jadeo y el maltrato en su intento de enfurecernos de un modo controvertido. Tras el clímax la película pierde muchos enteros al centrarse en el proceso judicial, un tramo farragoso protagonizado por los errores del guion y en el que completan sus estupendas interpretaciones Algee Smith y Will Poulter.
Detroit presenta un marco muy denso y lo desaprovecha por completo dejando mucho flancos desdibujados para centrarse en una escena de terror que no desemboca en las reflexiones indicadas. El pulso de Bigelow sigue tan robusto como sus ambiciones fascinantes, sin embargo el maniqueo y plano guion de Boal sumado al desacertado empleo de los mecanismos dramáticos de la cineasta dan lugar a una experiencia física brutal que no tiene la complejidad esencial ni la moralidad adecuada para convertirse en la notable y necesaria película que se requiere urgentemente para que América entienda algo indispensable: Que ese oscuro pasado que cree haber dejado atrás lo vive ahora igual que hace medio siglo.
Alejandro Arranz
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