-Una gran escena no hace una gran película. Quizás habría sido mejor un cortometraje.
-Estamos ante uno de los peores guiones con los que ha trabajado Eastwood.
No alcanzo a recordar si alguna vez en mi vida un proyecto dirigido por Clint Eastwood me había llamado tan poco la atención, a priori, como este último. No por ello iba a faltar a una cita que agradezco más o menos cada dos años, y que algún día ya no tendré la suerte de esperar. Son 87 primaveras las que lleva cumplidas el maestro, 63 dedicadas al séptimo arte. Y aunque muchos piensen que debe abandonar, otros tenemos claro que nuestro Clint no puede existir fuera de sus pasiones, y que queremos continuar escuchando su suave melodía hasta el final. Actualmente el californiano continúa con sus películas de héroes americanos, pero en esta ocasión ha querido cristalizar la transparencia de los elementos con la historia que le ayudan a narrar. Por esta razón el cineasta ha decidido que sean los auténticos héroes los que se interpreten a si mismos. Una decisión polémica que interesa mucho más que el propio argumento del filme, y que ha resultado ser uno de los escasos aciertos de la propuesta.
Un flashback de 80 minutos hacia un punto de inflexión en la vida de tres chavales. Tres amigos de la infancia que no logran encontrar del todo su propósito en el mundo, básicamente porque Eastwood y la guionista novel Dorothy Blyska creen que han nacido para subirse a un tren. Por ello nos narran los castigos del colegio católico, el hecho de crecer como hijos de madres solteras y la singular pasión que los críos tienen por la guerra hasta llegar a unas vacaciones por Europa. Todos los elementos se plantean correctamente durante esos 80 minutos, destinados únicamente a llegar a una escena de acción ejecutada a la perfección. Una escena cruda, física y tensa como pocas nos encontraremos en 2018, y que recordemos, dirige un señor de 87 años. No es el único acierto de Eastwood, que también logra extraer toda la naturalidad de sus protagonistas, haciéndolos tan orgánicos en la diégesis como invisible ha sido siempre su cámara. El cineasta realiza una película directa, recta, casi minimalista, que evade cualquier filigrana pomposa pero también unos matices muy necesarios. Hay poco que sacar del guion de Blyska: maniqueo por unidimensional, dramáticamente pobre y con múltiples errores de principiante. Pero quizás si alguien se atreviera a afrontar algunos elementos que la cinta apenas esboza, ese largo flashback dejaría de resultar tan superfluo, soso y acartonado.
No es una obra menor del maestro. En esa definición concuerdan mejor Jersey Boys o tal vez American Sniper. Lamentablemente The 15:17 to Paris es lo peor que el Eastwood director ha realizado desde The Gauntlet (1977). La historia en si está muy por debajo del modo en que el cineasta pretende enfocarla, buscando más que nunca la transparencia con la diégesis, casi haciendo obligatorio traer el concepto “mimesis” desde la época clásica. Sin embargo Eastwood ha acabado por hacer una película más simplona que límpida y más unidimensional que diáfana; un experimento atractivo para su filmografía que ha resultado ser una mala película. Queda, eso sí, esa escena en la que el guía alemán dice que no siempre son los americanos los que acaban con el malo (sí en esta ocasión), y de paso la reafirmación de que el maestro puede dirigir a cualquier actor (incluso si no lo es) y de que su pulso está intacto. Pero incluso los mejores yerran el tiro de vez en cuando.
Alejandro Arranz
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