-Es una película que te mantiene en alerta permanente, que se pasa en un aterrador y divertido suspiro. Es una grata sorpresa a la que sigue un auténtico sorpresón.
-Lo mejor que Shyamalan ha hecho en más de una década. Pletórico James McAvoy.
No hace falta que diga de nuevo que M. Night Shyamalan era uno de mis directores favoritos entre los años 90 y la primera mitad de la década del 2000. Tampoco que The Village me parece su obra maestra, una película fascinante, infravalorada y muy cercana a la perfección. El resumen de lo que aconteció después es que las decisiones del director (o de su ego) se hicieron desafortunadas al mismo tiempo que su capacidad para cautivarnos iba desapareciendo. Aunque con The Visit parecía volver al buen camino a pasos cortos, seguros y efectivos; sería su siguiente película la que decidiría si aún había esperanzas. Pues bien, vuelve con un thriller claustrofóbico de secuestros, o con un drama psicológico, o puede que una cinta de terror, o tal vez regrese con un nuevo puzle inesperado; nada está muy claro cuando hablamos de Shyamalan. Lo único seguro es que James McAvoy se deja la piel para interpretar, con flexibilidad y energía, un buen puñado de personajes de las 23 personalidades que viven dentro de Kevin, el co-protagonista de esta historia. El resto del protagonismo va para Anya Taylor Joy, ese pedazo de joven actriz que Robert Eggers nos descubrió en The Witch. Ellos son las dos caras de la moneda y Shyamalan el encargado de jugar con ella hasta que nos demos cuenta de que, sorpresa, estaba trucada.
El problema de un prestidigitador tan bueno como este, es que cuando caes en la trampa del director ya no hay vuelta atrás, y quedas atrapado en un laberinto mental del que es muy difícil salir, aunque tampoco querrás hacerlo. El poder de atracción de la puesta en escena, el manejo del tempo, el juego con las localizaciones, los desenfoques, la narración minuciosa. Todo ello manda un mensaje, Shyamalan ha vuelto. Desde luego no todos estarán de acuerdo conmigo, pero quizás no se entiende a lo que me refiero. Ha vuelto porque regresan sus señas de identidad y su capacidad para hacer que todo funcione tal como debe y -en especial- como quiere. No ha vuelto ese señor que se sacó de la manga cuatro peliculones seguidos, pero es que eso es impensable. Puede que lo que falte para que eso ocurra es que regrese junto al Shyamalan director que aquí domina los espacios asfixiantes, los planos cerrados, los acercamientos y los fueras de campo; el Shyamalan guionista que aún se muestra embrionario. El guion no está mal, pero tiene problemas y con el tiempo rechaza por completo -y sin miedo- cualquier mínimo de coherencia. Aún así, aprueba en su búsqueda de la mutiplicidad de puntos de vista (esa tríada perfecta), el uso de algunos excelentes simbolismos, la forma en la que incita a reflexionar o la inteligencia narrativa que exhibe pese a lo previsible de sus elementos principales. Y lo mejor es que la capacidad de la dirección para en un único plano definir personajes e incluso escenas, y su pulso para dominar el componente dramático y emocional; se conjugan a la perfección con la innecesariedad de verborrea para transmitir su mensaje sobre el dolor, como éste da forma a nuestra identidad, como afrontamos nuestras cicatrices, y asimismo arrojar algo de luz sobre los peligros de que la sociedad oculte ciertos dolores y menosprecie heridas que no comprende o prefiere no revelar. Esta disección está reforzada por dos trabajos diferentes (casi antitéticos) pero igualmente brillantes de McAvoy y Anya Taylor Joy. Atención al último plano de la joven actriz.
Es cierto que en el último tramo el clímax se me hace largo, tal vez porque cuando la cinta cambia de género por última vez, pienso que podría haberse enfocado de otras formas. Pero su desenlace le hace cobrar nuevo sentido a la obra en todas y cada una de sus decisiones, de sus elementos nada improvisados. Shyamalan se deshace de demostraciones que no necesita hacer a nadie, vuelve a su cine de ideas, a una zona de confort que le permite hacer lo que le da la gana sin buscar nada más que retratar sus obsesiones con su estilo genial. Vuelve el poder del “huevo kinder”, vuelve la sorpresa inesperada y no sabes en ningún momento que el cineasta ha estado jugando contigo desde muy al principio. La música se adelanta al descubrimiento y entonces el crítico rígido y formal que llevo dentro deja salir otra personalidad más emocional, y en la última línea de diálogo esta personalidad se tira por el suelo y se reboza entre palomitas y chicles prehistóricos cuando al extraordinario efecto sorpresa se suma la comprensión de que todo está hilado con absoluta perfección, cuando la película vuelve a pasar entera ante tus ojos y quieres rebobinar y verla una vez más con atención a cada detalle. Y por eso “Múltiple”, o mucho más apropiado, “Split”, es la vuelta de Shyamalan, un regreso exuberante.
Alejandro Arranz
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