Volver a mirar a las estrellas. Eso es lo que nos pide James Gray con su última película. El regreso de uno de los cineastas más increíbles de la última década, ese heredero del clásico con el mejor de los alientos contemporáneos, contempla el espacio, la última frontera, y lo hace como la propuesta más ambiciosa de su carrera. Eso si es que alguna de sus películas no lo han sido. Nos acercamos a un futuro muy coherente con las expectativas actuales, donde la humanidad se ha expandido por el sistema solar colonizando planetas y explotando sus recursos de acuerdo a la necesidad insaciable de agotar la última de nuestras prórrogas en pos de las más insustancial de las banalidades. Desde ese punto de partida, con las estrellas como limite infinito para un cínico “progreso” basado en la deshumanización (consecuencia directa de un sistema restrictivo, imbuido de miedo y soledad, carente de empatía y que premia la frialdad mientras reprime las emociones), se plantea una odisea espacial, de carácter profundamente reflexivo, que le sirve al realizador y guionista para repasar una vez más los grandes temas que han marcado su filmografía (todo gira alrededor de un drama familiar). Un viaje al corazón de las tinieblas, ciertamente ideal teniendo en cuenta las influencias “coppolienses” del cine de Gray y su anterior trabajo, The Lost City of Z, con el que comparte notorias similitudes pese a que aquel río no terminara por desembocar completamente en vertientes conradnianas.
Con apenas un par de pinceladas tanto nuestro protagonista, Roy, como el mundo que le rodea, quedan perfectamente dibujados. El desapego emocional, la sistematización de las relaciones, el control constante del interior del individuo. Es una distopía moderna, un mundo en el que se ha olvidado lo realmente importante, un mundo de locos. Roy no solo construye ese muro a su alrededor porque su universo así lo exige, también se debe a que en su pasado hay una sombra aún alargada. Entonces llega el desequilibrio, cuando un rayo de energía disparado desde Plutón causa estragos por todas las centrales eléctricas de la Tierra. Roy es enviado en busca de su padre, un héroe espacial desaparecido hace más de una década, para averiguar su relación con la reciente amenaza. Esta búsqueda es una oportunidad para examinar lo que sabe y lo que siente, para comprender, para perdonar y volver a comenzar. Es una prueba definitiva para encontrar respuestas relevantes, aunque no sean las que muchos piensan. Y no hay aquí ni rastro de la tendencia al subrayado melodramático de Interstellar o del thriller claustrofóbico de First Man (aunque sí pueden verse algunos puntos dramáticos en común), nos encontramos más cerca de Solaris, como un aparato de ciencia ficción que sirve para hablar de complejos asuntos humanos. No obstante el cineasta neoyorquino ofrece también algunas ejemplares escenas de acción y con la ayuda del director de fotografía Hoyte van Hoytema elabora una puesta en escena que aúna lo épico y lo poético con lo humano como epicentro, siempre con la excelente partitura de Max Richter y Lome Balfe acompañando las envolventes imágenes. Por último hay que hablar de Brad Pitt, todo un extraterrestre de la interpretación, que vuelve a dejar aquí un trabajo maduro y comprometido, de los mejores de su carrera.
No creo que sea fácil llegar a comprender por completo las dimensiones que alcanza a exteriorizar este nuevo trabajo de Gray, una película impresionante se mire por donde se mire. Una nueva meta que traspasa sin problemas con su talento desbordante, con una sensación de facilidad que solo puede otorgar la delicadeza de un maestro. Es sin duda una propuesta arriesgada, por su indispensable sosiego al contarnos esta historia minimalista y universal a partes iguales. Una aventura espacial donde prima la reflexión, la psicología, el diálogo interno, lo sensorial frente a lo físico. Un viaje que para muchos no llevará a ninguna parte, del que brotan infinidad de ideas brillantes hasta alcanzarse a uno mismo, al sentido primordial de todo lo evidente e importante. Pocas veces alguien había captado tan bien y con tal sutileza -y precisión- el contraste inabarcable entre lo particular y lo universal, entre lo humano y lo infinito, entre la resplandeciente insignificancia de lo incontrolable y el castigado esplendor de lo mundano. Es poético, hacer específico y comprensible lo que solo se puede sentir, transmitir -o más bien redescubrir- una idea tan obvia y profundamente humana, que resulta trágico haberla olvidado.
Alejandro Arranz
Esta es una de esas películas que tenemos muchas ganas de ver, tanto por temática como por Brad Pitt (un actor capaz de mucho y permanentemente encasillado por su físico y algunas malas elecciones de papel).
ResponderEliminarBuena crítica. Saludos,
HemosVisto!