Hacía ya tanto que no tenía la decencia y el valor necesarios para plantarme frente a la página en blanco y escribir que casi da la sensación de que vuelvo a necesitar los ruedines. Pero nada podía mantenerme alejado de mis responsabilidades tras visionar la novena película de Quentin Tarantino. El polémico cineasta ha decidido dejar de lado cualquier esquema esperado para crear una obra que es extraña y extraordinaria a partes iguales; divertida, ingeniosa, empática con sus personajes y mucho más compleja de lo que su apariencia deja entrever. Desde Jackie Brown que el director no ofrecía una película tan arriesgada, personal y redonda, tan antitarantiniana y profundamente brillante. Firma aquí un director tocado por la madurez, mesurado sin renunciar a su inconformismo, capaz de filtrar todas sus pasiones y fetiches (que no son pocos precisamente) a través de una historia sorprendentemente contemplativa y repleta de matices; en la que cabe su creatividad e ingenio al tiempo que se sosiegan sus tics más recargados. Muchos fans quedarán decepcionados con el Quentin tranquilo, pero es prácticamente perfecto.
Que el título sea una ofrenda a Leone ya me gusta más de lo que nadie pueda imaginarse. Luego está el hecho de que dura casi tres horas y tarda más de una en presentarnos el escenario y a sus personajes. Maldita sea, pagaría para que durase siete más. Sería un peliculón simplemente por su magnífico retrato de la industria cinematográfica o su evidente condición de homenaje -suntuoso- al audiovisual de los 60, por ser una de las mejores buddy movies que se han hecho en muchísimo tiempo, por sus deslumbrantes ideas sobre la relación entre la violencia y la cultura popular, por su juego de espejos, por el dúo impresionante que hacen DiCaprio y Pitt (un Oscar para cada uno) y desde luego por esa traca final que te deja las manos ardiendo de tanto aplaudir. Pero es que hay mucho más en ella. Es una fuente inagotable de ritmo, cameos, neones resplandecientes, canciones irrepetibles, personajes geniales, sketches irrenunciables y amor por el séptimo arte. Un festín cinéfilo que salta entre tonos y géneros con absoluta maestría mientras elabora una historia muy amplia (el nivel de detalle llega a rozar lo enfermizo) que le brinda a sus personajes todo el tiempo del mundo para sentir y respirar. Esta total dotación de protagonismo se empalma con otra decisión tan inesperada como crucial. Tarantino le otorga a la imagen el protagonismo de la cinta, dejando al guion en un segundo plano aunque manteniendo -en parte- su famosa verborrea con un estilo muy diferente; menos autoconsciente y jactancioso, mucho más generoso y sincero. El cineasta, más maduro y -atención aquí- refinado que nunca, ha llevado a cabo la que es la más depurada de sus obras, aunando una técnica impresionante con un carácter inaudito y su fascinante necesidad de romper las expectativas para compartir con el público una mirada inabordable sobre el tiempo, sobre la ficción como constructora de la realidad y el reflejo como respuesta auténtica sobre una verdad falsaria, un sueño corrompido en pesadilla que puede acabar redimiéndose o aliviándose en el pilar de la memoria.
Tarantino siempre ha tenido miedo a hacerse viejo y comenzar a hacer películas mediocres. Sin embargo su novena -y tal vez penúltima- película demuestra que, como cree desde siempre el maestro Clint Eastwood, la edad conlleva más ventajas que inconvenientes. La edad aporta sabiduría, perspectiva, madurez y el sosiego necesario para entender algo tan complicado y futil como el tiempo y poder elaborar una película semejante a Once Upon a Time in ...Hollywood. Con ella el cineasta alcanza un nuevo punto en su carrera, uno desde el que puede ofrecer un cine mucho más interesante si cabe de lo que ha hecho hasta ahora, pero sin rechazar las señas de identidad que le han visto crecer como creador. Érase una vez una obra maestra de Tarantino.
Alejandro Arranz
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