lunes, 18 de noviembre de 2019

Crítica de "Ford v. Ferrari"

A estas alturas el nombre de James Mangold es ya ampliamente conocido gracias al éxito que supuso Logan. Pero desde mucho antes su filmografía escondía todo tipo de rarezas, pasos en falso y películas notables. Es un realizador de westerns que solo ha hecho uno propiamente dicho, y es su mejor película, 3:10 to Yuma (también con Christian Bale), remake del filme homónimo de Delmer Daves, protagonizado por Glenn Ford y basado en un relato corto de Elmore Leonard. Tras su larga estancia en el universo mutante Mangold vuelve con otra cinta crepuscular, un duelo al sol de neumáticos sobre el asfalto. Se trata de la historia real sobre como el diseñador automovilístico Carroll Shelby y el conductor británico Ken Miles fueron contratados por Henry Ford II para construir un automóvil que derrotase a Ferrari en el Campeonato del Mundo de Le Mans de 1966. Lo mejor: no hace falta ser un amante de los coches o las carreras para disfrutar de esta estimulante película. En cuanto la cámara de Mangold acelera, no querrá bajarse de la butaca. Pero primero, abróchese el cinturón.

Ya no se hacen películas así. Es la sensación que queda cuando llega el final, tras dos horas y media de perfecta competición, intercambios de miradas y naturaleza salvaje dominada a base de pionera insensatez. Su cinetismo proviene de una época anterior en la que las prioridades eran diferentes, en el cine y en la vida, y eso brinda una serie de piezas esenciales que no tendrá fácil reproducir cualquier otro modelo actual del género. Es un corazón clásico perfectamente asimilado en un chasis de vanguardia. Se huele la gasolina, se palpa el calor, el sudor, e incluso se siente como palpita el asiento del piloto. Esa autenticidad no se puede comprar, requiere algo más, y Mangold lo sabe. A través de dicha comprensión ha logrado que su película funcione tanto dentro como fuera del circuito, con un retrato de la amistad masculina tácito e inusitado, apoyado en las sensacionales interpretaciones contrapuestas de Bale y Damon, siendo la réplica del segundo la que hace crecer la película por encima de sus clichés. En las carreras es donde el notable apartado visual se vuelve un desfase; pocas veces ver un coche tomando una curva podía ser igual de fascinante tras setenta o cien repeticiones, pero el ritmo que imprime el cineasta es increíble. El guion, escrito a cuatro manos, comete errores y tropieza con numerosos baches, pero también sorprende al ofrecer interesantes puntos de vista sobre la obsesión por el peligro, el sentido de la derrota o la lucha entre la alienante burocracia y la audacia suicida de los genios.

Es algo molesto reconocer que existen algunos problemas bajo la carrocería de este vibrante e iridiscente vehículo, probablemente porque son cosas que el público del siglo pasado ni tenía en cuenta cuando el disfrute era semejante. Pero ya no estamos en el siglo pasado. Le Mans '66, como se titula en nuestro país, es un blockbuster desmesurado, un drama deportivo calibrado al milímetro, una buddy movie elegante y además, un péplum automovilístico con el que Mangold, cual Prometeo moderno, desafía las normas del Olimpo de la industria con el fin único de entregar al ser humano algo especial: un filme emocionante y escandalosamente entretenido, una rareza pasada de moda en un tiempo de manufacturas impersonales. Gracias.


Alejandro Arranz

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