sábado, 17 de noviembre de 2018

Crítica de “Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald”

-Otro fallido intento de insuflarle vida a la franquicia. Tiene los mismos problemas que su predecesora pero se beneficia de un envoltorio más intrigante y un considerable aumento de presagios.

-Johnny Depp y Jude Law son lo mejor de la propuesta. Rowling debería dejar los guiones a los guionistas.

Es completamente normal entrar con recelo a esta secuela del insoportable e infantiloide spin-off de la saga del niño mago que J.K. Rowling nos intentó vender hace dos años con el título de Animales fantásticos y dónde encontrarlos. La película cambiaba las verdes tierras británicas por los oscuros callejones americanos de los años 20 y suponía el inicio de una pentalogía de precuelas que provocaba una desgana terrible. Por suerte ya hemos pasado el mal trago de aquella soporífera presentación de personajes y reimaginación del universo conocido por los fans de las películas (los fans de los libros tienen más bagaje) en la que los caretos de Colin Farrel eran tan irritantes como el nuevo protagonista interpretado por Eddie Redmayne. Ahora es el momento de que la historia salga adelante, de activar los mecanismos dramáticos e intentar que los personajes evolucionen y se posicionen de cara a lo que -como siempre- está por venir. Con la espectacular secuencia de apertura parece que la magia ha vuelto para quedarse (aunque aquí ya nadie pronuncia ni medio hechizo), pero todo es una filfa, un truco digno del mejor dúo Yates-Rowling, que ya han conseguido que entremos a ver su segundo y deslavazado intento de mantener viva la gallina de los huevos de oro.

Tras esa fantástica introducción la película comienza rápidamente a perder fuelle, aunque recupera el interés de forma intermitente, especialmente cuando entran en escena las nuevas incorporaciones. La propuesta es a todas luces más oscura, no solo por la fotografía de Philippe Rousselot sino también por el cambio de tono general del filme. Esto se manifiesta en primer lugar en la llegada de un nuevo villano a la altura de la franquicia. Johnny Depp abandona todo tic extravagante y opta por una perfecta contención capaz de aterrorizarnos solo con la mirada, y construye a Grindelwald acercándolo a controvertidas figuras de nuestra sociedad actual, dejando claro el peligro que supone un enemigo que no supedita el poder a la magia, sino que utiliza su elocuencia para meterse en tu mente y manipularte. Al mismo nivel está la incorporación de su partenaire sentimental, un joven Albus Dumbledore fielmente asimilado en el semblante de Jude Law; jovial, carismático, inteligente, barbilampiño, con misteriosos matices trágicos y estimables consejos que repartir a sus estudiantes. El resto de personajes no obtienen un desarrollo adecuado, se desaprovechan algunos muy interesantes y los principales, que pierden protagonismo, siguen importando más bien poco para el espectador.

El mayor error de la película viene ya de la primera entrega, es dejar que Rowling esté a los mandos del guion, contrariamente a lo que ocurría en los filmes de Harry Potter. Su narración es farragosa y plúmbea, repleta de puntualizaciones confusas que solo pueden seguir los más fanáticos del universo; sus planteamientos son inseguros, sus resoluciones tan torpes como predecibles y en el nudo busca abarcar demasiadas cosas sin profundizar debidamente en ninguna de ellas mientras hace gala de sus siempre superfluas lecturas políticas. Tampoco es que sea mejor el trabajo de Yates tras las cámaras, insustancial y sin ritmo, que lleva sin sacar adelante un proyecto desde aquel deleznable intento de convertir a Tarzán en un héroe de acción. En esta ocasión es la partitura de James Newton Howard la que salva los trastos en numerosas ocasiones. Por suerte la cinta vuelve a tocar techo en su tramo final, con un clímax inteligente e incandescente, que le da al público exactamente lo que quiere y algunas vueltas de tuerca que favorecen el cliffhanger.

La nueva saga del universo mágico de J.K. Rowling sigue sin encontrar su lugar con esta irregular secuela de excesivas pretensiones y tibios resultados. El talento de la escritora, claramente no transferible de la novela al guion cinematográfico, reside en mantener la impresión de que todo va a explotar de un momento a otro aunque nunca llegue a hacerlo. Por eso esta película supone otro planteamiento más sobre lo que está por venir, un sinfín de promesas que seguimos pagando sin ver cumplidas, 135 minutos de elementos embrionarios y guiños al fandom que nunca maduran ni se combinan en una narración cohesionada y dinámica. El efectismo de su desenlace cumple su objetivo, lograr que el público tenga ya reservado el dinero de su entrada para dentro de dos años. Ahí se revela el don de Rowling para convencer al público a base de falsas promesas (casi digno del propio Grindelwald) y su desbordante creatividad para continuar extrayendo oro del marchito sombrero. Menudo truco de magia.


Alejandro Arranz

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