miércoles, 17 de octubre de 2018

Ha nacido una estrella (2018)

-Aunque es aburrida durante la segunda mitad, la fuerza de sus momentos álgidos no pasa desapercibida. Cooper aprueba tras las cámaras.

-Lady Gaga entra en el mundo de la interpretación por todo lo alto, imposible no reconocerlo.

Hace unos siete años se anunció que Clint Eastwood y Beyonce estaban en conversaciones para dirigir y protagonizar respectivamente el nuevo remake de A Star is Born. Esta sería la cuarta versión del famoso drama dirigido por William A. Wellman en 1937, que en 1954 reformularía, con más fuerza y más premios, George Cukor y después Frank Pierson en el 76 con peores resultados. Finalmente son Bradley Cooper y Lady Gaga los protagonistas de esta historia sobre el amor, los sueños, la fama, la autodestrucción y lo difícil que es abrirse camino y mantenerse puro en el oscuro mundo del estrellato. Cooper, que también sustituye a Eastwood como director, ha confiado en Gaga como actriz, ha conseguido que se deshaga de todo el artificio y las máscaras para mostrarse ante el público tal y como es. La cantante también ha tenido que confiar en el nominado al Oscar, pero como cantante y debutante tras las cámaras. Esa confianza mutua que ambos han abrazado para sacar adelante este atrevido bautismo de fuego es lo que guía una película de claroscuros, tan brillante en sus mejores momentos como opaca cuando se queda sin cosas que decir.

Durante la primera hora hay una película “con estrella”. Un hechizo que Cooper firma con sentido del ritmo y la misma naturalidad que transpira la interpretación de una fabulosa Lady Gaga, con la que comparte una química maravillosa. Esa autenticidad que transmiten juntos en pantalla es lo que mantiene la película más que ninguna otra cosa, y al Cooper director le interesa mucho más la fugaz e intensa historia de amor condenada a la tragedia que la crítica a la industria musical y la fama que tanto importaba en las primeras versiones (al Star-system en el caso de la original). La mirada de Cooper como director se revela en los delicados momentos de intimidad entre Jack y Ally así como en las breves escenas que su personaje comparte con su hermano mayor, un impagable Sam Elliot al que le ha tocado ejercer de padre y que nos deja dos de las escenas más emotivas de la película. Al acabar esa primera hora a Cooper prácticamente no le queda nada que contar y comienza a perderse entre el melodrama que refleja el descenso a los infiernos de Jackson y el retrato de la industria que absorbe la pureza y la inocencia de Ally. Todo se vuelve reiterativo e insulso, y el debutante no consigue sacar a relucir su voz para narrarnos los consabido con algún tipo de frescura o la emocionante autenticidad de la primera hora. La historia, como los espectadores, cae en el letargo más profundo; al menos hasta el desenlace, donde la personalidad de un talento en bruto vuelve a asomar para afrontar, con la delicadeza de un maestro, la tragedia de sus personajes. La mano de Jack, la actuación de Ally, la intromisión de un recuerdo de dolorosa felicidad; el broche de oro para un debut de claroscuros que, pese a todo, llega a brillar muy alto.

Es difícil hacer el tercer remake de un clásico de Hollywood y conseguir que aún haya cosas que decir. Probablemente la clave resida en una de las últimas frases del personaje de Sam Elliot, que nos dice que la música solo son doce notas dentro de una octava, la misma historia contada una y otra vez, y que lo que un artista tiene que ofrecer es su manera de ver esas doce notas. Quizás el cine es como la música, tal vez pese a lo conocido de la historia lo importante es la voz de Cooper tras las cámaras y la mirada de Gaga frente a ellas, o viceversa. Si eso es cierto, parece fácil asegurar que hemos descubierto un director con cosas que decir y una actriz de mirada diáfana y voz palpitante que han comenzado fuertes sus carreras por el Oscar.


Alejandro Arranz

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